miércoles, 30 de julio de 2025

Un safari improvisado

Cuando una menos se lo espera llegan las aventuras. La previsión meteorológica es perfecta para estas tierras y una de las excursiones en la lista de deseos del verano es Dovrefjell. Mis compañeros de ruta,  Asbjørn y Adrià. Partimos hacia allí un día de julio. 

Llanuras rodeadas de montañas y riachuelos formados por la nieve que se derrite son nuestro paisaje. Caminos arenosos, pedregosos o con hierba nos guían hacia el destino.


 
Tras varias horas de caminata acampamos junto a un lago. Un estofado de reno en la cocinita sueca calmó los estomágos hambrientos.
 
Con los pies en llamas (al menos yo) nos acostamos con gusto en nuestros sacos de dormir. La noche no fue tranquila debido a una tormenta inesperada. Eso hizo que nos acurrucáramos más aún dentro bien pegaditos. El instinto humano.

Al día siguiente nos decidimos por tomar un día tranquilo. Mejor pernoctar bajo techo por si acaso nos sorprendía una nueva tormenta. A unos cuatro kilómetros de allí se encuentra la famosa cabaña Reinheim de DNT.  Allí nos acogió el guarda del verano, un hombre muy simpático que trabaja allí dos semanas al año. 

Las cabañas de DNT son para compartir y tienen varias habitaciones. A nosotros nos tocó una de cuatro personas y no vino nadie más al final. La ocupamos enterita con nuestros mochilones. 

Al salir de la cabaña  al mediodía, observamos unas manchitas que se movían junto al río. Con los prismáticos divisamos nada más y nada menos que a una familia de toros almizcleros: Padre, madre e hijo. Con sus cuernos ondulados, un pelaje largo y hermoso y una figura que recuerda al mismísimo mamut.   

Luego decidimos bañarnos en otro pequeño río. El agua estaba como un cubito de hielo. Pero habiéndome remojado en el fiordo de Hardanger este invierno no podía rajarme delante de mis chicos. Así que los tres nos metimos dentro. 

Al cabo de unos cinco minutos tuvimos que salir por patas. Y es que a 100 metros de distancia, hizo acto de presencia un imponente toro almizclero. Es un animal salvaje,  generalmente pacífico, pero hay que guardar la distancia igualmente. Si se sienten amenazados pueden embestir.

 

Rápidos como el viento, nos dirigimos a una roca a unos 200 metros para poder observar a tan maravillosa criatura. Estuvimos un par de horas viéndolo acicalarse, bañarse y más tarde reunirse con un grupo de seis toros que estaban tomando el sol en un pequeño charco de nieve. Emoción genuina.

Por la noche, estuvimos en la sala común  de la cabaña. Y cosas mágicas suceden cuando no hay cobertura ni datos en el teléfono. La gente habla y se oyen risas, el roce de las barajas de cartas, o los platos en la cocina. Un calor humano que arropa el alma.

Me siento afortunada por este safari improvisado. Al día siguiente excursión de vuelta. Ya en casa pensé que mi vida es como un safari. Pero eso ya da para otra entrada.

Hasta la próxima 

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