domingo, 20 de septiembre de 2020

La cometa (o la batalla de una niña introvertida)

Palillos, pegamento de ese que dicen que pega pero que no hace su papel. Y terminas usando celo, y una hoja de revista recortada en forma de rombo. El rombo no era muy perfecto. Las tijeras de diestros son una de las cosas que nunca se me dieron bien. Y en aquella época sólo vendían tijeras para zurdos en países como Estados Unidos. 

Es una cometa con dientes pensé y me reía por dentro. Le pinté ojos y boca, porque aunque los maestros decían que era tan infantil, a mí me gustaba. Luego a pedirle a mi abuela un hilo de colores. Y así es como monté mi primera cometa. Subimos a la terraza con mi padre a hacerla volar, mientras mi madre preparaba el redondo de carne de los domingos. Aunque se caía rápido hacía abajo, la ilusión de la cometa no me la quitaba nadie.

Aquella cometa ocupó durante algún tiempo un sitio de honor en la mochila escolar. Junto a los libros de las diferentes asignaturas y un par de libros de "Los Cinco" o de la colegiala "Puck". Allí en aquél patio de escuela inhóspito, de tochana gris la sacaba a escondidas de las chicas populares de la clase. En mi rincón secreto en una esquinita del patio subterráneo de la escuela mataba la soledad. Haciéndola volar tras leer un libro. Soñaba que volaba a una de esas excursiones donde comía pastel de carne junto a un lago inglés. Pensaba también cómo debía ser hablar con otros niños y explicarles que acababa de tener un hermano pequeño. 

 

                                    Fuente: www.wayook.es

Las chicas definidas como exitosas de la clase me habían vetado. Los primeros episodios, dolorosos pero aíslados, empezaron a los diez años. Tenía que superar pruebas que ellas decidían para poder pasar por los sitios. Me sentía mal. Pronto me di cuenta que aíslarme era la única solución para sobrevivir el infierno escolar. La nueva normalidad era estar sola. Ni siquiera me hacía ilusión la mochila nueva o los lápices de colores recién afilados en el estuche. Tampoco soñaba con tener las cosas de Cuca Dols, que era lo más del material escolar. 

 


                                    Foto de la revista Elle.

Recuerdo que cruzaba la mirada con el chico tímido que se sentaba en otro rincón. Hablar juntos hubiera agravado las represalías. Allí aprendí a disfrutar del silencio y el observar. Con mi cometa, mis cuentos y mi fantasía pasé las horas del patio entre los doce y los catorce años. Luego sonaba el timbre para regresar a ciencias naturales o a matemáticas. Pinchazos en las manos y en los pies. El pavor de volver a la fila. Cuchicheos con palabras feas, empujones o zancadillas, que recuerdo cuando paso mis dedos por mi barbilla.

Al llegar al pupitre nunca faltaba un mensaje con un dibujo a lápiz de dudoso gusto o los chicles pegados. A veces hasta se tomaban el tiempo de hacer un dibujo de un conejo comiendo una zanahoria con mi nombre debajo. Ante la mirada pasiva de los adultos. Que ven, observan pero no hacen nada más que retirar el dibujo ante las risas de las niñas que se han salido con la suya. Cosas de niños. "Te has de envalentonar, Lidia. Si no, nunca llegarás a nada en la vida", me decían esos maestros. "Cántales las cuarenta, chica. Nunca vas a llegar lejos como eres, Lidia".

Callada, y en mi mundo estuve durante mucho tiempo. No entendía que había hecho mal. No lograba comprender eso de llegar lejos o del éxito de los profesores. Yo era bastante feliz con bien poco, y siempre he sido así. Por suerte podía regresar cada día a un hogar donde podía hacer una radio improvisada o una cabaña con almohadas junto a mis hermanas. Podía coger a mi hermano pequeño en mis brazos y se partía de risa. Recuerdo que le preguntaba a mi madre si era bonita y si era inteligente. Ella me decía ¿por qué lo preguntas tantas veces? Claro que lo eres. No dejes que nadie te diga lo contrario. Y yo callaba. 

Por suerte a veces venía alguna chica nueva a la clase un tiempo, y me hablaba. Había también un chico diferente al que nadie molestaba porque comía hormigas. Y ese también me hablaba a ratos. Pero cuando me acostumbré a mi nueva normalidad, las niñas populares decidieron que absolutamente nadie en la clase podía dirigirme la palabra. Y se lo dejaron muy clarito a los dos que me hablaban también. Durante quince días.  Allí me rompí. Me regresé a casa y se lo conté todo a mi madre entre llantos. 

 Ella fue de immediato a la escuela. Como yo ya preveía el apoyo fue nulo, y el acuerdo fue que yo tenía que hablar con las niñas en cuestión y decir que yo había cambiado. Supongo que eran otros tiempos y maestros muy chapados a la vieja escuela. Pero dolía igual. Mi madre estaba perpleja. De repente yo me armé de valor y de sentido práctico. Quedaban apenas cuatro meses de escuela y ahí estaba el viaje de fin de curso. No lo recuerdo bonito, pero al menos nadie me tocó las narices. Y tragué toda la quina hasta empezar el instituto, una de las épocas más felices de mi vida. 

 

 

La época escolar infantil siempre me ha acompañado a lo largo de la vida. Me ha perturbado en situaciones con algunas pocas personas que me han dañado en mi vida adulta. Porque el bullying no es cosa exclusiva de los niños. Es algo que también se aprende de los adultos. 

Ahora con este escrito no pretendo borrar lo que sucedió, porque tampoco puedo y me ha formado como persona en muchos sentidos. Pero apuesto por una sociedad en que ser introvertido sea igual de valioso que ser extrovertido, en que lo que nos hace diferentes nos úna en vez de separarnos. Eso sí, la etapa escolar infantil y las experiencias tóxicas de la vida adulta, deseo dejarlas desde hoy. Bien guardardas en el cajón del aprendizaje. No quiero rescatarlas más. 

 Con este escrito pongo punto y final a todo esto. Porque al fin aprendí a vivir. Y la vida es ahora y el presente es lo más importante.